Hace ya un tiempo que mi chico y yo cogimos la costumbre de que, si nos quedábamos hasta pasada la media noche viendo la tele, ponemos algún canal en el que echen porno. No, no es para “avivar las llamas de la pasión”, no nos hace falta (y encima vivo con mis padres, no pienso arriesgarme a que entren en el comedor y me pillen mirando a Cuenca), es para partirnos el ojal. Quiero decir, para echarnos unas risas.
El porno se ha convertido en una de nuestras fuentes de comedias no pretendidas más habituales. Hablo del porno “producido”, por ponerle una etiqueta, ese que viene firmado por grandes productoras del sector y buscan darle un sentido a lo que sale en pantalla. Ese porno que parece querer ir en serio, como si no se diese cuenta de lo artificial que es todo.
¿Es necesaria tanta fanfarria? ¿De verdad debemos creernos que ése tío no esperaba que su jefa fuese a follárselo después de llamarle a su despacho y aparecer con las bragas en la boca? ¿Y de verdad a ella le resulta sorprendente encontrar un pene erecto cuando le baja los pantalones?
Bueno, en realidad, un poco para sorprenderse sí que es. Hay rabos muy raros en el porno: que cambian de coloración a mitad, que se retuercen de maneras extrañas o que les sobra pellejo, tanto pellejo por todas partes que si se operasen de fimosis podrían hacerse un monedero con lo que sobrase. Hemos visto escrotos tan descolgados que daban ganas de hacerles un lifting, y con las sobras un tambor que sonaría “de cojones”.
Uno se puede esperar ver tetas que no sean muy bonitas, pero lo que nos perturba son esos cimbreles amorfos que parecen haber sufrido un accidente de tráfico. ¿Quién hace el casting de falos? Está claro que les exigen muchísimo menos que a las actrices.